Doña Guadalupe era una mujer de edad madura que desde el año nuevo se había vuelto loca. Esta anciana no era como esas personas que de vez en cuando tienen sus momentos de lucidez, sus relámpagos de formalidad, sus períodos en los que traban sus razonamientos con una concatenación tan perfecta y tan ajustada a los cánones de la escolástica que sus parientes acaban más confundidos que antes y se cuestionan si aquel hablar con tanta propiedad no sería un síntoma más de la enfermedad.
No. Doña Guadalupe era loca a tiempo completo. Loca profesional. Loca consecuente con su compromiso de mantener una férrea, prolongada, sistemática y total oposición a la razón.
Y aun dormida era loca, pues según cuentan sus vecinas, sus sueños e incluso sus pesadillas eran insanos, es decir cuerdos, porque todo el mundo sabe que los locos sueñan al revés, tienen sueños correctos, no disparatados, fragmentados o surrealistas como los que tenemos la gente que presumimos de juiciosos y reflexivos.
Los locos ¿quién ignora esto? sueñan historias con principio, nudo y desenlace como debe ser una historia bien contada. La única anomalía que un purista del inconsciente podría encontrar en el sueño de los orates es que se desarrollan hacia atrás, comenzando por el desenlace, finalizando en el preámbulo y en colores complementarios. Donde debería aparecer un azul se ve un rojo, y los verdes de las colinas están teñidos de un anaranjado eléctrico sin que nadie sepa quién les ha enseñado la rueda cromática con tanta precisión.
Doña Guadalupe no siempre fue así, ni su locura fue progresiva, como es lo usual en casi todos lo casos en que se comienza por ligeros deslices del pensamiento hacia un lado de la calzada y se termina por una franca carrera a campo traviesa por el ancho mundo de la sinrazón y la evasión total. No. La anciana se volvió loca de golpe y porrazo como si una mano inmisericorde le hubiera accionado el interruptor del entendimiento y apagado la luz de la inteligencia por falta de pago y sin previo aviso.
Aquel fatídico día se levantó a las cinco y media, malhumorada y quejumbrosa como todos los días, encendió la radio y desplazó la aguja del dial hasta la estación de las rancheras madrugadoras.
Acababa de entonarse escuchando a Los Tacuacines del Norte y con ese fondo musical rural y campirano murmuraba sus oraciones de costumbre, tan aceleradas y automatizadas que se habían vuelto ininteligibles, aún para ella misma, y se disponía a bregar con los quehaceres de otro día más.
La cosa pasó a media tarde, mientras escuchaba las noticias y fue algo repentino como cuando a uno le da un piquetazo en las costillas y no le dio tiempo ni siquiera de recoger la ropa tendida ante la inminencia de la tormenta. Simplemente a Doña Lupe se le disparó el fusible de la cordura y se cortocircuitó de por vida.
Su capacidad, de la que presumía más o menos abiertamente, de mantener una actualizada información sobre los asuntos sociales y los movimientos de la izquierda se esfumó, se declaró subversiva de la lógica y se fugó ilegal y sin documentos al país del nunca jamás. No escucharía más los anuncios gritados por locutores fingidamente entusiasmados. No habría más radionovelas con actrices lloronas entrampadas en dramas de emociones primitivas y sin control, no más preocupaciones por el costo de la vida ni por el resultado de las campañas electorales.
Esas cosas, como las oscuras golondrinas que aprendieron nuestros nombres, ya no volverían. Quizá porque ella no tenía balcón, ni enredaderas, ni cristales en la ventana, sino simplemente un cuadrado de luz menguado al mediodía por una cortina de tela para mantel.
A partir de aquel día se graduó de incoherente, fue vecina del disparate y confidente de lo absurdo. Y por qué no decirlo, aparentemente también fue feliz en ese mundo misterioso y desconocido a donde ingresó sin bombos, platillos, alfombra roja ni papeles.
Según cuentan aquellos que especulando aciertan con más tino que los científicos que presumen de pronosticar si lloverá hoy por la tarde, la causa de su locura fue la noticia de la muerte de su único hijo, abatido por los caza inmigrantes mientras trataba de ingresar clandestinamente al país de los que se autodenominan dueños del sueño americano. Como si del río Bravo para abajo no fuéramos americanos –más que los importados de Irlanda – y no tuviéramos sueños, más lúcidos y fulgurantes que las luces de Las Vegas.
No me costó dar con su dirección. Encontré a la anciana sentada en medio de su pieza con la mirada fija en el piso, ocupada en descifrar con tozuda concentración el misterio de aquel cuadrado de sol que se había resbalado desde la ventana. No se volvió para mirarme cuando entré ni dio muestras de curiosidad o de temor cuando arrimé la única otra silla.
Contra toda opinión especializada, algo me decía que aquella anciana me entendería, y que mis palabras descenderían fluidas y luminosas hasta los recodos de su mente. O quizá más bien ese era mi deseo.
Loco yo por intentarlo, loca ella por definición, lo peor que podría suceder era que perdiera una tarde, lo cual, después de todo, no sería una pérdida teniendo en cuenta que estaba cumpliendo la voluntad de un moribundo. Y aunque mi sentido común me tildaba de inconsecuente, igual comencé a hilvanar mi historia como comienzan casi todos los que no saben por donde empezar, con una excusa, que si bien no es creíble para nadie, al menos nos da pié y entrada en la conversación.
-Bueno... Verá Doña Guadalupe... en realidad yo debería haber venido hace algunos meses. Pero usted sabe, el trabajo, las diligencias, en fin, una cosa fue tirando a la otra y las semanas fueron pasando...Vacilante me detuve esperando encontrar en aquel rostro saturado de indiferencia alguna señal de entendimiento que nunca vino.
- Lo importante es que ya estoy aquí, no es cierto? Verá, yo soy reportero. Si, persigo noticias. Donde hay un barullo, ahí estoy yo con mi cámara y mi libretita - Sonreí de lo que yo consideré un chiste, y acerqué más la silla - El caso es que hace seis meses me encontraba haciendo un reportaje sobre los peligros que corren los que atraviesan la frontera ilegalmente, cuando a eso de las tres y media de la tarde fui testigo del asesinato de un joven que infructuosamente trató de... Bueno, usted sabe, de cruzar al otro lado.
Moribundo, sacó de su bolsillo esta carta dirigida a usted y me hizo prometer que la entregaría personalmente. Lamento no haber venido antes, pero… bueno, aquí la tiene.
La anciana, como llegando de una tierra fantástica poblada de duendes, mágica, lejana, gris y escondida entornó los ojos. Una estrella fugaz de inteligencia cruzó el firmamento oscuro de sus pupilas y se perdió en el horizonte de su indiferencia.
Sin prisa, tomó el sobre, lo rasgó, sacó la carta y la leyó.
Contrariamente a lo que cualquiera esperaría, Doña Guadalupe sonrió y mirándome con ternura como si estuviera viendo a su propio hijo, preguntó:
-Dice usted que mi hijo murió a las tres y media de la tarde?
-Si… El sol todavía estaba muy alto…
-Bien, me alegro por mi Juancito. El cielo cierra a las cuatro.
zepol